Empecemos por un ejemplo, Francisco, que es un clásico de las calles, lleva en el tren de la exclusión social décadas…

Un día me dijo: «Las autoridades nos han sacado del parque de malas maneras, por lo menos ahí teníamos el chabolo, comida en los comedores sociales y con la ayuda de risa que cobro del SEPE conseguía litrona, tabaco y un polvo de pago al mes».

Hay muchas personas que se preguntan: ¿Por qué las personas que están mucho tiempo en esas circunstancias no reaccionan bien, adoptando conductas que solo les complica más la vida y no intentan salir de su situación?

En otras palabras ¿Por qué dejan de hacer lo que la sociedad considera más correcto y oportuno?.

Sorprende como gente que está en situaciones casi desesperadas es capaz de gastar sus magros ingresos de forma bastante irracional.

Incluso cuando están en una situación aún dentro de los límites de la normalidad encontramos a familias que no llegan a fin de mes pero pagan 100 euros al mes en televisión de canal de pago para ver el fútbol, comprándose un televisor a plazos de 58 pulgadas, por ejemplo.

Gente con alquileres o hipotecas imposibles, endeudándose constantemente para pagar los plazos del último modelo de coche sólo por alimentar su ego e imagen ante los demás.

Al igual que cuando ves a los que sufren la pobreza extrema que son fumadores y nunca dejan de serlo, siendo lo primero que hacen al cobrar una ayuda, ir al estanco y los que no, vivir gran parte de su tiempo en la calle recogiendo colillas.

Pérdida de oportunidades por absentismo injustificado en servicios sociales, hospitales… A menudo decisiones absurdas, como discutir de forma exagerada, robar al despiste, birlar en los comercios, ensuciar la calle con los tappers de comida, colillas, latas o litronas de cerveza, obviamente, conductas contraproducentes, y para alguien en situación estable fácilmente evitables o reversibles.

Todo esto, sin ser el último escalón de la exclusión social, pues de serlo, estas conductas se acentúan más.

Uno puede atribuir estas decisiones a la torpeza, irracionalidad o desconocimiento, o algún factor cultural extraño de la sociedad de consumo… Pero, sin embargo, los investigadores no lo ven así”.

Cuando una persona tiene pocos recursos, todo el “ancho de banda” disponible en sus capacidades cognitivas básicamente “se obsesiona con el corto plazo». Toda la energía, todos los esfuerzos se dedican exclusivamente a intentar solucionar el
problema urgente que tiene ante sí, descartando cualquier decisión secundaria que no lo solucione de inmediato. No es que los pobres sean tontos; sencillamente su cerebro se obsesiona con el corto plazo”.

Por eso, entre otras cosas, son víctimas de la crítica fácil y de los procedimientos.

El estudio realizado por Sedil y Edgar, muestra que el tener una economía precaria inquieta al que la sufre, lo que a la larga le hace consumir tanta energía mental que reduce sus recursos para desarrollar su capacidad cognitiva en otras áreas de su vida.

Según los investigadores, dicha tensión mental podría estar costando a las personas pobres hasta 13 puntos de su cociente intelectual (CI), lo que provoca que sean propensos a cometer más errores sistemáticamente.

Es decir, si la media está entre 95 y 105 de CI y el límite mínimo 80-85… ese dicho de que «la necesidad es la madre de la virtud» queda científicamente invalidado en condiciones precarias.

Cuando las personas pasan por episodios de precariedad no se les puede exigir lo mismo que a las que no. Y, como es el caso de las personas que viven la pobreza desde la cuna, si no se las entiende y atiende a tiempo, el problema se agranda de tal forma que los daños cognitivos pueden generar la “discapacidad social” crónica.

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