El cambio de estación ya está aquí y con ello toca cambiar la ropa de invierno por la de verano. Si de por sí, el cambio de ropa es fatigoso, ya ni te digo si hay que sumarle los cambios de dos niños.

Esta semana he reunido fuerzas para enfrentarme a toda esa ropa que, no sé por qué, se multiplica por estaciones. Ya que los niños están en el colegio y estoy tranquila en casa, recojo toda la ropa de invierno en sus bolsas y debajo de la cama.

Ahí hay un mundo oculto, encuentras desde las mantas que has guardado de antemano hasta ropa de bebé que por nostalgia has guardado. Menos mal que tengo un canapé a medida para todos los trastos, por qué al fin y al cabo son trastos que guardamos y no tienen utilidad.

Los armarios cobran vida

En fin, volviendo a los armarios, toca probar la ropa de verano a los niños por si hay suerte y no hay que reponerla. Mando al mayor a su cuarto para que se vaya a probarla y me la vaya enseñando mientras yo me ocupo de la ropa de la pequeña.

Me voy relajando a medida que pasamos prenda tras prenda y empiezo a pensar que este año irá como la seda. Me ausento dos minutos de mi habitación para remover la olla del fuego ¡Dos minutos por dios! Y al volver a la faena me encuentro a mi hijo tirado por el suelo intentando ponerse unos pantalones que se ve a la legua que no le entran, mi hija que ha decidido ayudarme con la ropa (por el cuello lleva dos camisetas a modo de collares, en la cabeza unos pantalones y se intenta poner una falda por los pies con el siguiente berrinche porque mete un pie y se le escapa el otro), mi marido que ha decidido que el armario no le gusta como está montado y ha tirado abajo dos baldas para hacer cajones. Y todo eso en un mismo sitio, ¡mi habitación!.

Estoy tentada de coger puerta e irme unos días a casa de alguien hasta que el cambio de armario haya terminado, ¿Alguna tenéis por ahí una para dejarme?

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