No es lo mismo amar que amarse a sí mismo a través y a costa de los demás ¿verdad?

0

Martín Sánchez Romero, metro noventa, esbelto y con un atractivo algo forzado por múltiples retoques estéticos, se caracterizaba por su narcisismo, se creía de que era más inteligente y mejor que los otros por su entrenada y eficaz manera de salirse, la mayoría de veces, a cualquier precio, con la suya…

Su esposa, Begoña Montero Del Pozo, hija de un importante empresario andaluz, supo desde que estudiaban juntos en la universidad, como no, la carrera de economía, que si le consentía todo podría arrimarse a un caballo triunfador, de hecho, ella misma le ayudaba a seducir a sus más íntimas amigas… Menudos tríos se montaban en casa, ella, a menudo, era incluso más depredadora sexual que él.

Ambos eran fruto perfecto de su generación versada en vivir en una «realidad aumentada» al servicio de la propia imagen y un hinchado ego artificial donde, seres como ellos, con menor empatía y un perfil psicopático, se rodean de los más aduladores y pervertidos.

Todo artificial entre ellos

Como pareja, parecían un muestrario de cirugía estética: Senos artificiales, orejas ajustadas, pestañas postizas, vientre rectificado, prótesis de glúteos, labios ensanchados, nariz retocada, mentón perfeccionado… Amén de las incontables horas de gimnasio, masaje y esteticién.

Por eso, Martín, precisaba adictamente, como un moderno y clonado Edipo, ver su reflejo en el espejo de la baja autoestima de sus víctimas. Que no poseían las dotes físicas estereotipadas de la belleza o se podían permitir su nivel de vida y hacer sus mismas trampas para exponer el «maquillaje» que ocultaba sus carencias éticas y morales, tras una sonrisa postiza y rebosante de superioridad.

Hasta que se encaprichó de Irene Montejano Gual. Una novel modelo novia y prometida del conocido Chef de cocina Andrés Cruz Muñoz.

En una cena de sociedad en la que coincidieron en la misma mesa, Irene y Martín, éste, no dejaba de mirarla con cara de depredador, lo cual para Andrés, por lo descarado, además de incomodarle, hurgaba en lo más profundo de sus heridas emocionales.

Andrés fenotípicamente, era todo lo contrario que Martín. Metro setenta, treinta y cuatro años, pero con entradas que dejan entrever que a los cuarenta ya estará casi calvo y cuyo mayor atractivo reside en el diamante que lleva en la oreja derecha.

Dolor acumulado

Esa misma noche, Martín se cepilló a Irene en los baños del local, bastó que le hiciera creer que poseía contactos y que le podía multiplicar sus expectativas como modelo a corto plazo. Rompiendo no sólo la relación con nuestro denostado Chef, sino despertando una ira incontenible en Andrés, no por el hecho de la infidelidad. Sino por ponerlo en evidencia ante gran parte de los asistentes que se percataron de todo ello.

El origen de tanto dolor se había acumulado desde su más remota infancia, pues, nuestro ahora cornudo, había tenido que sufrir la burla de su hermano mayor mejor favorecido. El abuso de los matones del cole e insti, la imposibilidad de iniciarse sexualmente hasta los veintiún años, eso sí, pagando y sufriendo la humillación por las incontenibles risas de la profesional al ver que su pene erecto no superaba los once coma tres centímetros; incluso en la mili, formaba parte de la «calderilla», manera despectiva con la que los soldados calificaban a los más bajitos de la compañía al desfilar.

Andrés, no era apto para deportes de competición, tampoco era un lumbreras en los estudios, tras repetir dos veces primero de bachiller, sus padres lo inscribieron en la Escuela de Hostelería de las Islas Baleares. Allí, por fin encontró su sitio. Destacó durante toda su formación básica y superior, incluso tuvo varias aventuras con algunas de sus compañeras de estudios, ya saben, el «efecto halo» hace milagros para aumentar el atractivo de uno.

Obsesión enfermiza

Eso le condujo a obsesionarse en ser lo mejor posible entre fogones, pues era la primera fuente de autoestima real que tuvo en su vida… Pero su falta de sana madurez emocional le hizo ser presa fácil de trepas como su ahora ex, Irene, que sólo lo utilizó para ser un prescindible escalón más hacia la consecución de ambiciones más altas.

Tres años después, una mañana de enero, la víspera de San Antón, Andrés estaba preparando uno de los dulces preferidos de Martín Sánchez, quien se había convertido en su mayor objetivo de venganza desde aquél «cornamental» día con Irene.

Al día siguiente, 17 de enero, onomástica de San Antonio Abad, patrón de los animales. Esos panecillos dulces son elaborados en honor a la figura histórica de este santo en Madrid siendo vendidos en las confiterías cercanas a la iglesia de San Antón; no son de masa de pan en sí mismos, pero su forma y textura se asemejan al mismo.

Cada año, en esas fechas, la madre de Martín se los encargaba y se los hacía llegar a su hijo.

El sabor dulce de una venganza

Así, esa mañana, terminada su elaboración y exquisito empaquetado, Andrés se dirigió con ello hacia la calle.

Media hora después un motorista de Glovo se dirigió a recogerlos a la «Pastelería La Mallorquina», ubicada en Puerta del Sol. Emblemático establecimiento que desde 1894 deleita a los madrileños con pasteles, caramelos morados y otros dulces tradicionales de esa comunidad.

Allí, justo enfrente del escaparate, estaba Andrés, encapuchado, barba postiza, alzas en los zapatos que le hacían parecer siete centímetros más alto, peluca de melena media, gafas de sol. Con un paquete en las manos que contenía la exquisita elaboración de esas típicas pastas a nombre de Martín Sánchez.

Andrés las había elaborado con etilenglicol, un químico fácil de adquirir y base de una gran cantidad de anticongelantes que se utilizan en locomoción. Su sabor es dulce.

A las pocas horas de ingerir los panecillos, Martín, no sentía nada que delatara su envenenamiento, de hecho, le había encantado tanto el sabor de esas pastas que había repetido dos veces. Todo parecía normal, pero su organismo, estaba transformando el veneno en otras sustancias tóxicas letales.

Al principio tenía síntomas de mareo y dolor abdominal para, al poco tiempo, entrar en un coma profundo.

La moraleja final de amar

Los subproductos de etilenglicol se rompen causando una acidosis metabólica y cristales de oxalato de calcio que destruyen los riñones. Pero manteniendo todas las reacciones químicas que componen su metabolismo correctamente, por lo que queda enmascarado hasta que es demasiado tarde al detectarlo.

Cuando detectaron, durante la autopsia, la presencia de ese veneno en sangre, la investigación arrojó que eran tantos los posibles sospechosos que tenían motivos para querer enviarlo con San Pedro y tan pocas las pistas, que nunca llegaron a descubrirlo.

Moraleja: Si vas por ahí de sobrado, matón o empoderado, faltando al respeto a los demás, ojo, el día en que encuentres a un cabreado motivado, no hará falta gran inteligencia ni muchos medios para enviarte.

Deja un comentario

Abrir chat
1
¿Cual es tu información o denuncia?
GRUPO PERIÓDICO DE BALEARES, tan pronto nos resulte posible, será atendido, gracias.