En la plaza de Manzanares, agosto de 1934, el asta homicida de un toro de los de antaño, se clavó en los adentros de un lidiador peculiar. Así murió un carácter.

A caballo entre el temple, que desarma la furia, y la intelectualidad, que responde
al literato sin grandes ambiciones (estrenó la obra de teatro ‘’Sinrazón’’), Ignacio Sánchez Mejías ha sido inmortalizado por su amigo personal el gran Federico García Lorca, en su conocida obra elegíaca ‘’Llanto por Ignacio Sánchez Mejías’’.

Parece claro que si a un genio de la poesía, experto en la lírica andaluza, le das un tema taurino, donde está presente la muerte y, además, la muerte de un amigo íntimo, está claro como el agua que el resultado tiene todas las trazas de ser óptimo.

Y, efectivamente, el maestro granadino consiguió una cumbre, no solo de su poesía, sino de la poesía de siempre.

Lorca consiguió sintetizar su voz en las cuatro partes del poema que tratamos, distinguiendo los estadios limítrofes de la poderosa concepción de su pensamiento
lírico.

La primera parte, ‘’El llanto’’, es tremendamente rompedora y de una sencillez magistral. Endecasílabos alternados continuamente con un estribillo octosílabo: ‘’a las cinco de la tarde’’. De momento, se encarga de desmitificar la combinación de versos (impar con impar, par con par) sin más preámbulos, y lo hace martilleando las retinas de los lectores que reciben angustiados la obsesión del poeta por remarcar el cenit del suceso: ‘‘a las cinco de la tarde’’. Añadamos a todo eso, la concreción del mundo taurino en una terminología que le pertenece (‘’las verdes ingles’’, ‘’la espuerta de cal’’, ‘’muslo y asta’’ ‘’cubrió de yodo’’, ‘’blanca sábana’’, ‘’el cuarto se irisaba de agonía’’, ‘’trompa de lirio’’, ‘‘arsénico’’) y tendremos una primera parte antológica. Un pleno de valentía creadora.

A LAS CINCO DE LA TARDE
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.
El viento se llevó los algodones
a las cinco de la tarde.
Y el óxido sembró cristal y níquel
a las cinco de la tarde.
Ya luchan la paloma y el leopardo
a las cinco de la tarde.
Y un muslo con un asta desolada
a las cinco de la tarde.
Comenzaron los sones del bordón
a las cinco de la tarde.
Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.
En las esquinas grupos de silencio
a las cinco de la tarde.
¡Y el toro solo corazón arriba!a las cinco de la tarde .
Cuando el sudor de nieve fue llegando
a las cinco de la tarde,
cuando la plaza se cubrió de yodo
a las cinco de la tarde,
la muerte puso huevos en la herida
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.
A las cinco en punto de la tarde .

Un ataúd con ruedas es la cama
a las cinco de la tarde.
Huesos y flautas suenan en su oído
a las cinco de la tarde.
El toro ya mugía por su frente
a las cinco de la tarde.
El cuarto se irisaba de agonía
a las cinco de la tarde.
A lo lejos ya viene la gangrena
a las cinco de la tarde.
Trompa de lirio por las verdes ingles
a las cinco de la tarde.
Las heridas quemaban como soles
a las cinco de la tarde ,​
y el gentío rompía las ventanas
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.

¡Ay qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!

’’La sangre derramada’’, es el título de la segunda parte del poema. Elige el romance clásico octosílabo con los versos pares rimados con terminaciones asonantes y vuelve a martillear con un verso, en este caso hexasílabo, que se repite después de cada estrofa: ¡Que no quiero verla!. Pero, además, en su última fase, el poema está trufado de versos decasílabos y endecasílabos colocados, tal vez, en otro intento de alejar su obra de la belleza estilística inherente a su propia idiosincrasia.

Dado que ese verso que repite coincide con la rima elegida ‘’ea’’, que es la que utiliza a lo largo de todo el poema, y visto que no cuida mucho intercalar las rimas, sino que repite tres seguidas (hasta cuatro separadas por un ‘’no’’) en varias ocasiones, la falta de tonalidad, la huida del tornasol expresivo, tradicional en la poesía lorquiana, me hacen pensar que buscó adrede romper con las formas. Una especie de rebelión en el alma del poeta que quiere mostrar el cosmos de su disgusto. En realidad, introdujo aditamentos que él mismo siempre repudió.

Seguramente, quiso ”romperse la camisa” pero su grito elegíaco no pudo renunciar a la magistral genética, emparentada con el gran Jorge Manrique en la mayoría de sus versos, atravesando arenas y sangre, con el dramatismo andaluz, de pena, llanto y quejío, en la voluntad de plañir al hombre, al amigo que se va, llorarle un universo narrativo. ‘’Oh negro toro de pena’’. ‘’Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre, de Ignacio sobre la arena’’. ‘’Buscaba el amanecer y el amanecer no era’’.

Desde luego, si Federico era un poeta menor, como decía mi admirado Borges
(menos en esta ocasión), yo quiero ser un poeta pequeño.

LA SANGRE DERRAMADA
¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla! La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!
¡Que no quiero verla!
La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
¡Que no quiero verla!
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era. Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda, ni espada como su espada
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:

antando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.

No quería verla, pero la vio. La muerte en ‘’Cuerpo presente’’, tercera parte del poema, se presenta en alejandrinos blancos mono y polirrítmicos. Otra vez los versos están poco cuidados en su estructura técnica, donde encontramos estrofas enteras con versos que no son alejandrinos y sí tetradecasílabos, por mor del encabalgamiento (técnicamente llamado sirrema) que deja Lorca en los isostiquios (partes iguales de un verso compuesto). El ritmo aparece igualmente descuidado con varios pasajes donde se dan tres tónicas seguidas.

Junto al cadáver, vuela la condición metafórica que primero huye de la descripciones, ‘’yo he visto lluvias grises correr hacia las olas’’, para adentrarse en la imaginería macabra al más puro estilo quevedesco después, ‘’¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa’’.

Sigue la desesperación vertebrando cada verso, se palpa en los decires una pulsión mutiladora del tono festivo (en el caso del verso sería la perfección técnica), que busca las imágenes en el borde más vitral del realismo, ‘’Yo quiero que me enseñen un llanto como un río’’. Es como si renunciase a escribir belleza, porque sabe que su instinto la crea, aun sabiendo que escribe de la muerte.

Y definitivamente se va en esa negación magistral que acaba la tercera parte ‘’No quiero que le tapen la cara con pañuelos para que se acostumbre con la muerte que lleva. Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido. Duerme, vuela, reposa:
¡También se muere el mar!’’
Y Federico fracasa, porque sus versos vuelven a ser esencialmente poesía bellísima.

CUERPO PRESENTE
La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.
Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la sangre. Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.
Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.
Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve,
se calienta en la cumbre de las ganaderías.
¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.
¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.
Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos: Los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.
Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.
Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.
Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado.
No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!

La cuarta y última parte, ‘Alma ausente’’, es la más corta. Escrita en endecasílabos y alejandrinos, la presencia del poeta que quiere ser desgarro se manifiesta en una sintaxis que aparece en algún punto por el lado menos brillante de todo el poema. Sin embargo, el genio del autor se declara con una potencia devastadora cuando admite de plano que todo ha fenecido, todo es ya irreconocible, porque ya no está su amigo, ‘’No te conoce el toro ni la higuera, ni caballos ni hormigas de tu casa’’.

El poeta canta, ‘’La madurez insigne de tu conocimiento’’, ‘’Tu apetencia de muerte
y el gusto de tu boca’’ y el poeta traspasa más que nunca la frontera del
dramatismo andaluz en pos de la universalidad de un realismo poético tan sencillo como esencial.

Termina con, ‘’y recuerdo una brisa triste por los olivos’’. Mientras, yo quiero recordar un punto más álgido en la lírica de Federico García Lorca, pero no lo consigo. Tal vez porque estamos hablando de la obra maestra de un genio de la creación a base de palabras.

ALMA AUSENTE
No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.
No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.
El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y montes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.
Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.
No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.

Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.

1 pensamiento sobre “El llanto de Federico

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