En un rincón remoto del universo, en un pequeño planeta azul llamado Tierra, habitaba una criatura llamada Catalina. Catalina, a diferencia de las demás criaturas, pertenecía a una especie, llamada humana, que entre sus particularidades estaba la de siempre preguntarse sobre el sentido de la vida.

Un día, mientras observaba el resplandor de las estrellas en la oscuridad, Catalina decidió emprender un viaje en busca de respuestas. Viajó a través de montañas majestuosas, cruzó ríos caudalosos y exploró vastas llanuras. En cada encuentro con otras criaturas, Catalina compartía su pregunta fundamental: ¿Cuál es el sentido de la vida?

Las respuestas variaban. Un sabio anciano le dijo que la vida era un viaje de autodescubrimiento, mientras que un joven explorador sostenía que el sentido estaba en la aventura y la exploración. Un artista le habló sobre la belleza y la creatividad, mientras que un agricultor afirmaba que cultivar la tierra y cuidar de otros seres vivos era la esencia de la vida.

Después de recorrer innumerables caminos, Catalina se encontró con un ermitaño en lo más alto de una montaña. Con barba blanca y ojos sabios, el ermitaño le dijo a Catalina: «El sentido de la vida, querida criatura, no se encuentra en respuestas definitivas, sino en las preguntas que nos impulsan a explorar, aprender y crecer».

Catalina reflexionó sobre las palabras del ermitaño y, en ese momento, comprendió que el sentido de la vida no era una respuesta única, sino una amalgama de experiencias, conexiones y aprendizajes. La vida, como un vasto lienzo en blanco, esperaba a ser pintada con los colores de la curiosidad, la compasión y la evolución.

Así, Catalina regresó a su hogar en el pequeño planeta azul con un corazón lleno de entendimiento. A partir de ese día, vivió cada momento con gratitud, sabiendo que el sentido de la vida estaba en la búsqueda constante, en la danza interminable de preguntas y respuestas que tejían la trama de su existencia.

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