Aquella noche salió del trabajo un poco más tarde de lo acostumbrado, apuró el paso para llegar al teatro y cumplir la cita con su amada Leticia. No había avanzado mucho cuando casi tropieza con un anciano que recurrentemente encontraba en su camino, estaba en el sitio de costumbre y extendía su brazo derecho como siempre. Automáticamente, le dijo:

-Permanece aquí todos los días, ya le he dado monedas muchas veces, ¡váyase a otro lugar!

El pequeño hombre encorvado contestó por primera vez:

-Perdone usted, no necesito dinero.

El joven sintió vergüenza y se detuvo ipso facto como si una línea invisible no le permitiera avanzar, su cuerpo quedó atrapado, inmovilizado en la cuadrícula de los adoquines de la plaza.

Nunca lo había mirado a la cara, sólo sabía que estaba en el mismo sitio todas las noches, y cada vez que pasaba cerca de él, percibía un olor pútrido como si sus ropas guardaran el olor concentrado de todas las secreciones humanas.

Por primera vez detalló su rostro, estaba tan arrugado como si el paso de siglos hubiera quedado recogido en su piel, vio en sus ojos perdidos todas las tristezas reunidas que tal vez no se habrían desbordado aún sobre la tez reseca. Tenía una ruana puesta sobre la ropa harapienta y su mano izquierda posada sobre un bastón que apenas lo mantenía en pie.

Continuó observándolo y pudo ver a otros peatones raudos que chocaban con el anciano, algunos gruñones, otros desprevenidos y desconfiados, pero todos indiferentes al saludo mudo del anciano que levantaba el brazo, tratando quizás de buscar una mano amiga; como un perro callejero que quiere un amo porque ya está cansado de ir a la deriva.

Si no era dinero, pensó el joven, tal vez sería un enfermo mental sin familia ni un hogar y sintió pena por él, estuvo a punto de preguntarle para esclarecer su incomprensible actitud, pero en ese instante, una mujer de pelo cano se acercó al pordiosero, tomó su mano y le dijo:

-Venga conmigo Manuel, lo llevaré a casa, ya es tarde. En el camino encontraremos algo para comer.

Ella observó de reojo al joven y comenzaron a caminar lentamente.

El joven sintió que su alma había caído en una oscuridad tan profunda como la noche, se sentó por un momento en la acera, estaba desconcertado. ¿Cómo no se dio cuenta de que era ciego? ¡Cuán indiferente había sido y por tanto tiempo!

La figura del viejo se había vuelto paisaje urbano, como sucede regularmente en las grandes ciudades porque el tiempo apremia, porque el ruido aturde y el trajín de la vida diaria invisibiliza al que camina al lado.

La cita quedó atrás. Llamó a Leticia para avisarle que no podría ir a su encuentro.

Decidió seguir a la pareja de ancianos para ver en qué condiciones vivían, sintió la necesidad de conocerlo, de ofrecer su ayuda para resarcir un poco su indolencia.

Guardó distancia mientras iba tras ellos sin percatarse de que el camino que habían tomado se dirigía hacia las afueras de la ciudad, cuando lo hizo, estaba en un sitio desconocido, en un lugar solitario y peligroso al que no llegaban las redes eléctricas. Apagó el teléfono móvil, y continuó su caminar, como si sus pies tuvieran un imán autodirigido hacia un sendero que por suerte iluminaba la luna llena.

El tiempo dejó de ser su preocupación, se concentró en seguir a los ancianos como si fuera algo inevitable, sus sentidos se agudizaron y comenzó a escuchar el sonido del río, el ulular de los búhos y el caminar acompasado y lento de los pies cansados de los caminantes.

Los ancianos bajaron por el sendero pedregoso que ralentizaba aún más el paso de la pareja y, casi llegando al río, la luz tenue de una lámpara dibujó las líneas de una pequeña casa con ladrillo a la vista y techo de hojalata, la mujer empujó la puerta que era de madera y estaba roída por los laterales, el crujido de la puerta espantó las aves nocturnas que en un solo aleteo abandonaron los árboles cercanos.

El joven tocó suavemente a la puerta, quería decirles que estaba extremadamente conmovido y preguntarles por sus necesidades más apremiantes. La mujer, sin mayor demora, abrió la puerta como si lo estuviera esperando, lo invitó a pasar y le dijo:

-Supe que nos seguía joven, es usted muy curioso.

El joven asintió con la cabeza, agradeció la confianza y entró a la modesta casa. Cuando estaba a punto de preguntar en qué podría ayudarlos, sintió una fuerza poderosa que lo sujetó por la espalda con violencia, la venerable anciana selló su boca con una cinta ancha y en un abrir y cerrar de ojos, el viejo lo tenía atado de pies y manos.

Apenas unos segundos después y un poco agitado dijo el anciano:

-¡Uf!, cada vez es más difícil conseguir sangre fresca.

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