No podría entender la manera de indagar en los acentos dormidos. Acompañan los ladridos de las luces en el mediodía, en las inquietantes voces de los susurros.

Y no sabría palidecer en esta hora lánguida, observándome la quietud de un cuadro con el bastón de las certezas, en un crucigrama ante dos maneras de responder sí, ante tus errores.

El cansancio de las verdades escuece, respira como un cronómetro en medio del bar. En la paciencia o en la despedida, en las huellas, en el asfalto, en la pérdida, en los celos, en los huesos o en la costilla que no comió Adán frente a la embriaguez de los besos.

Me acuerdo de la nostalgia como un baile de salón, una bonita encimera. En ella, reposa mi lengua, o mi mordaz sarcasmo curtido en bellas sinfonías, o motetes, en las habitaciones de un desdén inflamado por el infierno.

A los viejos rencores humedecen los semblantes, palidecen como la sangría de los pliegues, ni a los versos respondo, porque la práctica encerró la pestaña en un imposible.

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