La estupidez es un mal que se expresa en las consecuencias que sufre el entorno del que la ejerce.

Sufriendo cada día las sandeces de nuestros dirigentes políticos, poco podemos hacer, más allá de expresar con firmeza lo padecido.

Las izquierdas y las derechas tienen sus propias estulticias que las caracterizan.

Las primeras tratan de repartir sin cerebro y las segundas tratan de acaparar sin corazón.

Y visto que gente sin cerebro y con poco corazón hay bastante, acólitos en ambos bandos no faltan para sustentar a tanto vividor de la poltrona.

Debe ser adictivo, hasta lo enfermizo, ser alto cargo y conseguir hacer tantas idioteces sin que no haya consecuencias negativas a corto plazo en quienes las acometen, hasta el punto de creerse ser un tocado de la mano de dios, por lo menos y en la mayoría de casos, durante cuatro años.

Defender y afiliarse a un ideal político puede ser totalmente lícito y correcto cuando, por ejemplo, uno precisa la unión de las personas para representar y luchar, justificadamente, por mejoras en un ámbito concreto de tu vida y de quienes comparten tus necesidades. Es decir, desde un «yo quiero» o «yo necesito», convenzo y motivo a suficientes para luchar por un objetivo común que nos beneficie a todos en un «queremos».

Pero cuando eso se generaliza y se convierte en una «patente de corso» para meter en el saco del partido de turno cosas que no vienen a cuento en relación a nuestras necesidades reales, sino para recolectar votos aunque sea ello antagónico con otros postulados propios, nos convierten en títeres de oligarcas gracias a que financian a ingenieros sociales para idiotizarnos en la confrontación sistemática, por eso, ser de una tendencia política es padecer una lobotomía intelectual tarde o temprano.

Foto: George Orwell

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