Javier Casariego Soriano, prestigioso neurólogo, hombre racional, ateo, que aborda sus dudas existenciales desde el método hipotético deductivo, salía de ejercer consultas del prestigioso CDINC

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Tenía prisa, había quedado en el emblemático restaurante CAN CULLERETES, por cierto, abierto desde 1786, situado en el barrio Gótico, junto a la Rambla, Guinness Récord como restaurante más antiguo de Barcelona.

Pero no llegó a destino, cuando se dirigía a llamar a un taxi fue víctima de una de las problemáticas delincuenciales que más se ha disparado en la Ciudad Condal: Los relojeros. En concreto de la «banda del Chino», liderada por un marroquí. Son fríos y calculadores expertos en detectar «pelucos» caros, seguir e investigar a quien los porta y robarles en el mejor momento para ello.

Decir que el término «peluco» se originó el año 1728, cuando reinaba Felipe V, que ordenó que la moneda de 8 escudos tuviera el perfil del monarca enseñando una frondosa peluca. Entonces, el pueblo, los llamo peluconas, que con el tiempo, pasó a llamarse así todo lo que representara algo caro o lujoso, como por ejemplo, el Rolex que llevaba el Dr. Casariego.

En la operación de intercepción y tirón resultó que no habían tenido en cuenta que Javier, en sus años mozos, había obtenido el cinturón negro de Judo, lo cual provocó que proyectara al primer «relojero» con un perfecto «O Goshi» que cayó bastante mal por cierto, por lo que los otros tres, al ver lo acontecido optaron por propinarle varios empujones para poder ayudar a su compañero… Al empujarlo, Javier fue arrollado por una furgoneta de «Helados Frigo». El impacto provocó que el reloj, los zapatos e incluso botones saltasen por los aires. Javier yacía sobre el caliente asfalto como si fuera un muñeco roto, al igual que cuando dejas caer a un títere sin el sostén de los hilos que le dan vida.

Entonces, el maltrecho doctor tuvo su primera experiencia mística. Se vio flotando por encima de la escena, veía perfectamente su cuerpo con los signos y magulladuras propias de un atropello, a Mohamed, con gran rapidez hacerse con el reloj y, qué curioso, incluso se llevó los zapatos para perderse con sus secuaces entre la muchedumbre que se apelotonaba alrededor de lo acontecido.

Luego, varios compañeros del CDINC, salieron y empezaron a socorrerlo mientras llegaba la ambulancia, a la que le dijeron que se fuera pues, consideraron que en el Instituto de Neurología reunían todo lo necesario para asistirle. Javier observaba todo como si fuera una experiencia de 360º, su percepción no tenía límites focales. Incluso podía sentir y saber lo que había en las mentes de los demás. En ese momento se dio cuenta de que algunos de sus compañeros no lo apreciaban tanto como él pensaba, sino que le tenían envidia, incluso había uno que en su fuero interno se alegraba de lo que le había pasado porque lo consideró una oportunidad para poder ocupar su puesto.

Una voz que resonó en su interior le dijo que tenía que decidir si quedarse en el plano espiritual o regresar a su cuerpo, pero si decidía regresar, a partir de ese momento, tenía que vivir la vida que realmente quería vivir y no la que los demás esperaban de él. Decidió volver.

Meses después, Javier dejó el ejercicio de la medicina, se divorció, vendió todas sus pertenencias, las donó a una asociación sin ánimo de lucro que asistía a las personas más pobres y excluidas y se hizo monje budista. Lo hizo porque entendió que la mente era una construcción social, es decir, al final, cuando eres un vulgar ser humano, conviertes a tu ser en un engranaje más de una maquinaria que sólo funciona si un conjunto de personas creen lo mismo, viviendo vidas paralelas, superficiales y sin un sentido realmente espiritual.

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