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Una historia, un dibujo: cuentos reales


 

Francesc Jusep Boninn/

Él era licenciado en filosofía y letras, también era filólogo y en sus buenos tiempos había dado clases y por descontado un excelente filósofo de la vida.
En cierta ocasión coincidimos en la mismísima calle, él me pedía dinero para comer, yo le invité a desayunar.
Nos hicimos amigos y solíamos comentar, como decía Jorge Cafrune, ciertas cosas de la vida. Aspectos de la existencialidad del hombre, o de la teoría de la relatividad de Einstein, desayunando cada día en un bar del barrio antiguo.
Durante infinidad de inviernos, veranos , primaveras y otoños, en nuestros desayunos, rayamos lo surrealista en nuestras conversaciones, siempre brillantes por su manera de hablar y de exponer los temas, frente a un café, fumando un cigarrillo, y navegando por las más absurdas, que no imposibles ideas filosóficas.
Su humor era parecido al más absoluto humor británico, haciendo gala las más de las veces de la flema británica, aunque él no era inglés.
Y en otras ocasiones, las menos, claro está, hacía resaltar sus enormes ganas de vivir, de contar, de comunicarse, de sentirse importante y querido, supongo, a causa de algunas carencias que en él eran más que evidentes simplemente por su manera de expresarse.

Mi amigo dormía en una casa más que enorme, en la que por techo tenía las estrellas, por lavabo, cualquier servicio de cualquier bar, el más cercano, su cama era de madera, la del banco de la plaza, y su carnet de identidad una sonrisa entre nostálgica y triste, entre payasa y seria.
Había viajado mucho y tenía ese toque que tienen los amantes de la mar, ese toque marinero, ese conocimiento que te da el viajar, esa templanza que te da conocer otras tierras, o el cariño del aire y la suavidad de la lluvia y del rocío.
Todavía es como si estuviera viendo su imagen, unos vaqueros desarrapados y descoloridos, una gabardina, al más puro estilo “Bogart“, unas botas viejas y su inseparable sombrero gris de paño.
Con él una vieja mochila de piel, un viejo libro y un bloc, un lápiz y un bolígrafo de cuatro colores, de los más baratos, para ir anotando sus experiencias y sus vivencias.
En ese viejo bloc anotaría todas sus alegrías y sus penas.
“Charlie“, que así se llamaba era un tipo genial, pero la vida no le sonrió, su familia se apartó de él, le dejó de lado, al igual que sus “amigos“.
También perdió el trabajo por circunstancias de la vida.
Le echaron de casa y se fue con lo poco que tenía.
Con un carrito de la compra levemente tuneado, en donde llevar su ligero equipaje.
Lo poco que tenía.
Su mirada era profunda y a veces perdida, pero su sabiduría rozaba lo sublime, lo sublime del conocimiento y del saber.
Esta sabiduría y la amabilidad iban con él desde la creación de los tiempos, la sabiduría de un erudito, la amabilidad de un buen hombre, un hombre bueno como pocos.
Cierto día de invierno, hace ya algunos años, como siempre le esperaba para desayunar, para invitarle como cada día a nuestro café a las seis de la mañana y proseguir con nuestras tertulias.
Era lunes, iba repasando las noticias del periódico matutino de turno, que luego solíamos comentar entre los dos, en estrambótica y animada tertulia.
Al volver la página una noticia me llamó la atención.
“Un vagabundo ha muerto de frío en un banco de una plaza del barrio antiguo“.
Si…. Era “Charlie“, que así le apodaba la gente que había oído hablar de ese personaje, o que le conocía de vista.
Jamás volvería a hacer tertulia con él .
Recordé enseguida una frase que un buen día me regaló….
“Mi querido amigo, no hay más religión que la del alma, ni mayor satisfacción que la bondad, no hay más aventura que la amistad, ni más cielo que la verdad de las cosas cotidianas, las de cada día, las de siempre, las cosas pequeñitas, las que son verdaderamente importantes para seguir viviendo . Mi amigo“.

Se bebió de golpe todas las estrellas, se quedó dormido y ya no despertó, los gorriones y las palomas que a menudo visitaban su casa, quiero decir, su banco, volaron al cielo azul en homenaje a su honrado y humano amigo.
Y en su última singladura en la mar de la eternidad, ganada a pulso, dejó como herencia un sombrero gris, una gabardina al más puro estilo “Bogart “, unas botas desgastadas, sus guantes de medio dedo y una mochila de piel.
Mochila que fue su fiel compañera y que en su interior como si de un gran santuario se tratara, guardaba el cuaderno de sus verdades, el lápiz de su cálida escritura, un boli de cuatro colores barato y un viejo libro, cómo no, de filosofía.
Tiempo después le escribí una canción, una simple y sentida canción como un pequeño homenaje, a una persona que siempre recuerdo al pasar por la plaza del barrio antiguo y las más de las veces me siento a tomar un café con él hablando de nuestras filosofías.
La filosofía de nuestras tertulias, en este caso eternas.
Gracias por tu sabiduría, por tanto que me enseñaste, mi noble, fiel, sabio y entrañablemente humano amigo mío.
Te inmortalicé en una canción.
Nunca jamás te olvidaré.



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