En un pequeño pueblo rodeado de montañas y niebla perpetua, existía un viejo pozo de piedra al que nadie se atrevía a acercarse al anochecer. Los ancianos contaban que, siglos atrás, una mujer fue arrojada allí por practicar “cosas oscuras”. Desde entonces, aseguraban que su voz aún se escuchaba cuando la luna estaba en cuarto menguante.
Luna era una joven periodista que, atraída por el folclore local, decidió investigar la leyenda para escribir un artículo. Armó su grabadora, linterna, y fue al pozo justo al caer la noche. El silencio era tan profundo que hasta el crujido de sus pasos sobre las hojas secas parecía un grito.
Se acercó al borde del pozo. El agua estaba muy abajo, negra como tinta. Encendió la grabadora y preguntó en voz alta:
—¿Hay alguien ahí?
Nada. Solo el eco burlón de su propia voz.
Pero cuando apagó la linterna por un instante para ajustar la batería... la escuchó. Un susurro lento, húmedo, que surgía desde lo más profundo:
—No te vayas…
Luna encendió la linterna de inmediato. No había nadie. Pero el susurro continuó, cada vez más nítido:
—Ahora que me escuchas… me perteneces.
Sintió que sus pies se movían solos. Un paso hacia adelante. Otro. El borde del pozo parecía tirarla con una fuerza invisible. Como si alguien desde abajo la estuviera llamando… tirando de su voluntad.
Con el último fragmento de conciencia, Luna tiró la grabadora dentro del pozo y retrocedió corriendo, llorando, sin mirar atrás.
Días después, un vecino encontró la grabadora en la entrada de su casa. Al reproducirla, solo se escuchaba el susurro de una voz húmeda y grave diciendo:
—La próxima vez… no escaparás.
0 Comentarios