La otra tarde tuve la oportunidad de contemplar una de tantas maravillosas puestas de sol que nos brinda nuestra isla.
La mar estaba como un cristal y miles de brillantes se balanceaban sobre las ínfimas olas, mientras una barca se recortaba como si se tratase del más perfecto contraluz al natural.
El cielo se confundía con el horizonte algo más oscurecido, hasta tal punto que parecía no poder distinguir la mar del cielo.
Ante tanta maravilla de colores entre azules pastel, naranjas suaves, incluso amarillos difuminados y algún atisbo de rojo, mi pensamiento, mi mente, empezaba a hacerse preguntas.
Una de ellas era: ¿Por qué las personas no van a ver más a menudo una puesta de sol?
Quizás porque no tienen tiempo de saborear la naturaleza y admirar estos fenómenos diarios, milagros diarios que la naturaleza nos regala sin pedir nada a cambio.
Ahí es donde me preguntaba más aún sobre la inhumanidad del ser humano, sobre su falta de bondad, su falta de generosidad.
Qué bello es vivir en paz, sin penas, sabiéndonos dueños de la libertad de circular por el mundo, y teniendo a mano nuestras cosas más sencillas, a las que no hacemos casi caso, por no decir ningún caso.
Al tiempo que mi mente ponía en orden mis conclusiones, un grupo de golondrinas estaba buscando su descanso, pensando ya en encontrar una nueva primavera donde emigrar, haciendo válido el poema de Bécquer.
No desaprovechéis el don de la vista y, si tenéis tiempo, haced como yo: Una tarde cualquiera de verano, sentaos junto a la mar, nuestra mar Mediterránea, a contemplar una simple puesta de sol.
Veréis que no es tan simple, pues en ella hallaréis muchas respuestas a las preguntas que a menudo nos hacemos nosotros, estos tan estúpidos seres humanos.
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