Me siento profundamente honrado de recibir este Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Alcalá, que agradezco de corazón a su Claustro y a su Departamento de Ciencias Jurídicas, y ello por, al menos, dos motivos.
El primero es la propia Universidad alcalaína, cinco veces centenaria y Patrimonio de la Humanidad, depositaria de los más altos y antiguos valores de la tradición universitaria española. La misma donde germinaron la escolástica y el humanismo; donde arraigó la libertad de cátedra; la que situó a la persona en el centro y en el eje de cualquier discurso. La misma que hoy impulsa, con su prestigio, galardones de gran trascendencia social y cultural en nuestro país, que son vínculos con la Corona y suponen también, para mí, razones nuevas y estimulantes para volver a estas aulas.
Emociona comprobar que por estos muros levantados hace cinco siglos, donde ejercieron su magisterio Antonio de Nebrija, Fernando de Mena o Francisco Suárez y estudiaron Ignacio de Loyola, Lope de Vega o Gaspar Melchor de Jovellanos, sigue fluyendo lo mejor que podemos ofrecer al mundo como sociedad: nuestro futuro. Apoyado éste en sólidos fundamentos heredados e inspirado por el genio y talento de nuestros mejores y más preparados hombres y mujeres.
El segundo motivo es esta ciudad universitaria, Alcalá de Henares, que, en la callada proporción de sus calles, sus plazas, sus colegios, encierra el corazón de la ciudad ideal renacentista. Alcalá es una ciudad que contiene una idea —o al revés, una idea que se plasma en una ciudad─ y pasearla, vivirla, disfrutarla, nos orienta, de manera natural, a lo mejor que somos y tenemos: el bien, la belleza, la libertad. Alcalá de Henares eleva a cotas muy altas la palabra “ciudad”, y con ella, de manera ineludible, la palabra “ciudadano”.
En esta ciudad vio la luz, en 1547, don Miguel de Cervantes Saavedra; y por eso cada año acudimos a este histórico Paraninfo, para honrar su memoria y reconocer a un gran autor de nuestras letras. No se le escapará a nadie que es una idea hermosa, la de distinguir a un escritor con un premio que lleva el nombre del más ilustre de todos ellos, el que nos hermana con América, en lo que Carlos Fuentes denominó, con singular fortuna, el Territorio de la Mancha. Pero la hermosura de esta idea no radica tanto en el fulgor incontestable de la obra cervantina, al que todos los honores son debidos, sino en el oficio mismo de escritor, en su nobleza y en el compromiso que encierra con la palabra.
Como sabemos, no fue la de Don Miguel una vida de éxitos sino de azares e incertidumbres; por eso, me gusta pensar que lo que ensalzamos cada vez que entregamos el premio Cervantes no es solo el oro y la plata de una obra y un personaje convertido en arquetipo, en espejo, en manantial, sino también la madera y la arcilla del oficio del escritor ─de Cervantes y de sus compañeros de fatigas─ que es un constante laborar la lengua, sacar nuevas facetas de significado a las palabras. Y es de ese necesario compromiso con la lengua ─compromiso de los escritores, pero también de todos los oficios que tienen su fundamento en la palabra, como el de los juristas─ de lo que me gustaría hablarles hoy.
Señores y señoras,
El Paraninfo en que nos encontramos, que tantos siglos ha visto de lecciones y de apuntes, no contiene una invitación a hablar, sino, ante todo, a escuchar. Si permaneciéramos en él el tiempo suficiente, guardáramos silencio y afináramos el oído, seguro que oiríamos las palabras de todos los que por aquí pasaron, y entre ellas, con el eco persistente que da la lucidez, las de sus grandes profesores.
El denominador común de todos esos grandes nombres era su afán por transmitir su saber a través del lenguaje. Dicen que la claridad es la cortesía del sabio, pero yo creo que cualquiera que se haya enfrentado a un aula, a un auditorio, tiene por cierto que la claridad no es una cortesía, sino una necesidad.
La enseñanza es comunicación, y la comunicación no es posible si profesor y alumno no se esfuerzan en situarse en un mismo nivel de comprensión. Algo similar sucede en el ámbito del derecho. No sorprende que los grandes juristas hayan sido, al mismo tiempo, escritores notables. Pienso en Cicerón, en Montesquieu, en Becaría, en Savigny, en Tocqueville. Pero también muchos de nuestros más altos escritores o han sido abogados o al menos han intentado, con desigual fortuna, la carrera de derecho: desde Kafka hasta Allan Poe, desde Tolstoi a Mario Vargas Llosa.
Porque la literatura y el derecho son dos orillas de un mismo río, el de la lengua: por prosaica que parezca la reflexión, las mismas palabras que sirven para componer un poema o una obra de teatro se emplean para redactar una ley, un convenio internacional o una notificación administrativa.
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