Los héroes de las epopeyas y gestas antiguas y modernas son en muchos casos fruto de la imaginación individual o colectiva. Algunos de ellos, no obstante, se basan de manera más o menos lejana en personas de carne y hueso, cuya fama las convirtió en figuras legendarias, hasta el punto de que resulta muy difícil saber qué hay de histórico en el relato de sus hazañas.
En este, como en tantos otros terrenos, el caso del Cid es excepcional. Aunque su biografía corrió durante siglos entreverada de leyenda, hoy conocemos su vida real con bastante exactitud e incluso poseemos, lo que no deja de ser asombroso, un autógrafo suyo, la firma que estampó al dedicar a la Virgen María la catedral de Valencia «el año de la Encarnación del Señor de 1098». En dicho documento, el Cid, que nunca utilizó oficialmente esa designación, se presenta a sí mismo como «el príncipe Rodrigo el Campeador».
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