Valentine era una joven mujer de la alta burguesía parisina, casada muy joven por conveniencia, no había tenido la fortuna de conocer el amor verdadero

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burguesía parisina, casada muy joven por conveniencia, no había tenido la fortuna de conocer el amor verdadero. Veraneaba en Mallorca, sus suegros tenían una casa de verano en Porto Colom, en primera línea, frente «el arenal» de aquel pueblo, antaño, pesquero.

En uno de los restaurantes a los que aleatoriamente iban a cenar, pues les encantaba descubrir el sabor auténtico de la cocina mallorquina, una tarde, acabaron en uno llamado «Ses Portadores». Allí les atendió un joven camarero, Antonio. Valentín solo verlo, descubrió que nadie, nunca, jamás, la había mirado así, bueno, a lo mejor sí, pero es que esta vez, a ella, le pasaba lo mismo. Casi no pudo comer, el estómago estaba repleto de mariposas.

La impronta de ese muchacho, sus ojos azul turquesa, su cabello castaño rizado con reflejos dorados debido al sol, su sonrisa aniñada se volvieron a reencontrar con el corazón de Valentín dos días después, en Cala Brafi, una cala poco conocida situada en el término municipal de Felanitx, muy cerca de Portocolom. Entonces, en un momento en que el marido de Valentín, Pierre, se sumergió en el agua, Antonio se acercó a ella, él no hablaba francés, apenas algunas palabras en alemán e inglés, lo justo para servir en el restaurante. Por lo que le preguntó de dónde era, a lo que ella contestó, París, luego, algo sonrojado, con la mano temblorosa, le dió una nota que decía:

«Querida desconocida, no puedo cesar un instante de pensar en ti, simplemente estoy enamorado, sé que parece una locura, pero te propongo algo, que nos veamos el próximo lunes, a las 19:00 en una playa llamada Es Trenc, junto a un búnker. Si vienes, te prometo que te amaré para siempre. Antonio».

Ese día, a esa hora, en ese lugar se encontraron. Nunca más se separaron.

Valentine hacía 35 años que no venía a Mallorca, pero siempre tuvo en mente volver a la playa idílica en la que compartió los momentos más apasionados con su, ahora difunto, Antoine. Ella deseaba regresar a «Es Trenc», un lugar idílico declarado Parque Natural Marítimo Terrestre.

Recordaba aquellas dunas naturales, vírgenes con su vegetación y ecosistema impoluto, limpio y en equilibrio… Fina arena con aguas cristalinas con el mismo color de ojos que Antoine.

Quería volver a escuchar el mar y perder la mirada en el horizonte, dejarse acariciar por la suave brisa marina.

Su hija, Colette, la acompañó con un coche de alquiler la misma mañana que llegaron al» Bordoy Continental Valldemossa», un maravilloso hotel que está situado en la sierra de Tramontana, a 400 metros sobre el nivel del mar.

Durante el trayecto Valentine estaba ensimismada, en sus pensamientos más profundos, extasiada por el cielo tan claro, sin una nube, en contraste con el verde de los pinos, helechos, romero, algarrobo, lentisco, almendro, ciprés, plátano de sombra, ficus, vid, naranjo, limonero… Un jardín botánico que transcurría según la altitud y momento del trayecto.

Colette, era muy observadora y le llamó mucho la atención lo sucio que estaba el campo, en parte muy abandonado, los márgenes en la carretera llenos de papeles, botellas de plástico, condones, incluso vio varios vertederos improvisados de escombros de construcción y aparatos de hogar. ¿Cómo era posible que una isla que se basa en su imagen turística estuviera tan sucia y abandonada de la mano de Dios?

Llegaron por fin al parking de pago de Ses Covetes, que cuesta 5€, totalmente masificado y con muchas dificultades para llegar, pues el camino de acceso en muchos de sus tramos no permite que dos coches puedan pasar simultáneamente y tienen que realizar turnos de pase. Este lugar se encuentra cerca de Sa Barralina.

Colette no salía de su asombro, eso no se parecía en nada a la idea que se había hecho del lugar. Lo primero que vio fueron unos carteles que decían que era un lugar sin papeleras y que la gente tenía que responsabilizarse de llevarse los desechos y basura… Pero es que había montones de basura por doquier.

Para dirigirse a la playa desde el parking había que cruzar por caminitos de arena las dunas, supuestamente «naturales» y «vírgenes». Lo mismo, igual de dramático, lleno de basura.

Al llegar a la playa, ésta estaba masificada, muchísima gente, en frente el horizonte marino estaba repleto de yates y otros tipos de embarcaciones, y lo que era más molesto, el estruendo de las motos de agua de los «pijos turistas» de turno.

El mar estaba un poco movido, por lo que de cristalina, ese día, el agua, nada de nada.

Pero estaban ahí, y lo importante era hacer feliz a su madre, posaron sus cosas en la arena, las toallas, la neverita, se pusieron protección… Y justo a su lado, una pandilla de chicos y chicas tomando cervezas, cubatas, es más, se habían montado una barra sólo para ellos y eso sí, un pedazo de altavoz para seguir con la «marcha», tenían un reggaeton beach festival en Es Trenc, que para Colette era casi insoportable, pues ella padece un trastorno llamado misofonía, por lo que ciertos ruidos la sacan de quicio.

Valentine parecía no percatarse absolutamente de nada ¿Qué suciedad? ¿Qué masificación? ¿Qué ruido? Ella, simplemente, cogió sus chanclas con la mano y, bañando sus pies en la orilla, se dirigió hacia uno de los búnkeres que persisten en el tiempo, mirando al mar, desde la Guerra Civil Española.

Cuando llegó ahí, simplemente apoyó su frente y sus manos, como si pudiera una vez más entrar en contacto con su amado recuerdo y, emocionada, no pudo más que llorar de felicidad, era similar a recibir un beso de su apasionado Antoine.

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