Somos un país que sufre un síndrome de ‘cuentitis’ aguda

Cada vez es más difícil encontrar a personas que quieran innovar, crear y, sobre todo, trabajar duro para hacer un mundo que sea mejor para sí mismos y a la vez para los demás.
Albert Einstein decía que el éxito era el resultado de «un 1% de genialidad y un 99% de trabajo duro».
Pero resulta que «el vividor» campa a sus anchas y lo tenemos de varios tipos, véanse como ejemplos al paniaguado subvencionado que cobra peonadas por enchufe en el palmarés institucional andaluz, al ‘intocable’ liberado sindicalista, al asesor político que no asesora, al político que cobra pluses inventados para inflar sus nóminas, al funcionario colocado a dedo sin funciones, al okupa libertino aprovechado de ingresos mínimos vitales o, al artista mediocre que no sabe de arte culto pero que vende sus garabatos como sí lo fuera apelando a un mal entendido expresionismo o, al más sonoro, el tertuliano de la telebasura que vuelca en las mentes más mediocres la vulgaridad como filosofía de vida.
La valía de cada uno, en gran parte, se mide por lo que eres capaz de generar para el bien de tu entorno más allá de los márgenes de tu egocentrismo.
El genio natural es como un niño que no deja de impresionarse y redescubrirse ante la más común de las realidades sin importarle el tiempo o el aplauso de los demás, está absorto en sus pasiones artísticas, intelectuales o humanitarias siendo los demás, y no ellos mismos, los que los idealizan o exponen en la palestra social.
Tenemos muchos genios potenciales en ciencias, artes y humanidades, el problema, es que sin una cultura del esfuerzo y sacrificio por el bien común, muchos no llegan a expresarse y, para aquellos que lo logran, en su mayoría, desgraciadamente, se transforman en ególatras elitistas gracias a una ideología basada en la meritocracia que los lleva a ser ensalzados por una cohorte de snobs que babean de envidia y se revisten de ellos como vampiros de la luz que irradian.