No hay mayor cementerio de esperanza que el de una estación de tren

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Un sábado, 25 de febrero, Isabelle Blanco, sentada en un banco interior de la Gare du Nord, bajo una fría y lluviosa mañana que martilleaba el resistente cristal de la bóveda de la principal estación ferroviaria de Francia, jamás antes había sentido tal soledad; rodeada de frenéticos pasos, chirriantes maletas con ruedas e insoportables murmullos en todas direcciones y en todas las lenguas. Allí, donde cada año, 200 millones de corazones dejaban su impronta en una promesa de regreso; en el desgarro de un adiós o… en una última compasiva mentira.

Hija de una madre inmigrante española. Se había tenido que dedicar la primera etapa de su nueva vida a la prostitución, en ese romántico, para algunos, París, donde ejerció como forzosa profesional para mantener a su prole de tres hijos tras el mal trato y abandono de su primer amor, Un gallego bien agraciado pero poco leal y curtido en el machismo de origen.

El destino quiso que, afortunadamente, Iría, progenitora de la hermosa y joven Isabelle, acabara casada con un maestro de obras francés, Nicolás, un normando caracterizado por un pelirrojo peluquín que le cubría una inmensa calva. Digamos, un excliente tan grandullón como poco atractivo, pero insistente, que dio palabra de amarla siempre, aunque la piel de su amada llevara el recuerdo de quién ha sufrido la humillación durante más de una década y con una media de diez veces al día, ser objeto de un implacentero acto sexual.

Pero Isabelle, gracias al sacrificio, amor y dedicación de Iría, lo tuvo todo. Una digna educación, una adolescencia feliz y segura… y como no, un primer amor, que conoció, cuando fue a veranear, meses atrás, en un pequeño pueblo pesquero de Mallorca.

Quién no recuerda un amor efímero de verano, salvo quien se obstina en querer rescatarlo de lo que fue un momento eterno, en un lugar de encanto.

Isabelle suspiraba por Andreu Picó. Ese joven que conoció en el Caló des Homes Morts, junto a Porto Petro, aquellos últimos e inolvidables quince días del pasado mes de agosto. Tras la apasionada aventura veraniega, él, antes de marchar ella, le había prometido que tras los exámenes parciales que cursaría en la facultad de medicina, éste, viajaría a París para reencontrarse con ella.

Sí, ese último sábado de febrero, Andrés cumplió su palabra. Al llegar, tanto él como ella rápidamente se vieron a través de la ventanilla, tanto él como ella no podían dejar de mirarse mientras se seguían el uno al otro hasta llegar a la puerta del vagón, de la cual, con celeridad, en el mismo umbral, dejó caer su mochila mientras Isabelle se lanzaba a sus brazos y le besaba apasionadamente. Tras ser increpados por obstaculizar el paso, disculpándose ambos a los demás pasajeros.

je t’aime

Casi sin mediar palabra más allá que un incontenible eco de un “je t’aime”. Andrés la llevó furtivamente a los baños del lugar para saciar su pasión, en unos escasos metros, en un cubículo diseñado para otros efectos, en el que, en unos pocos minutos de amorosa locura, tratando de disimular sus gemidos, saciaron su deseo carnal.

Entonces, Andrés le dijo que él saldría primero y que ella esperara unos minutos antes de salir de los baños, para no dar demasiado el cante, algo que le extraño a Isabelle, pero tenía cierta lógica, por lo que ella asintió.

estación de tren

Al salir, no había ni rastro de Andrés en la estación, incluso pidió que lo llamaran por megafonía. Nunca más se supo de él. En ese momento, Isabelle, aún no sabía que ese muchacho, no le había dicho ni una sola verdad, de hecho, ella, no representaba nada importante para él. Simplemente, el pasado verano, se la había ligado, como otras tantas turistas que anteriormente había conquistado.

Un saco de mentiras en una estación de tren

Andrés, había sido un saco de mentiras desde el primer momento, de hecho, no tenía ni la ESO. Trabajaba de reponedor en invierno en una gran superficie de las afueras de Palma, donde además laboraba una de sus novias fijas. Durante sus vacaciones, en agosto, ejercía de cajero en un establecimiento playero para poder estar más cerca de las turistas. A la vez que podía sacarse un dinerillo extra con el que poder pagarse las fiestas y un cutre apartamento en la costa.

Simplemente, el típico Don Juan playero y buscavidas Andrés, había aprovechado el viaje para echar un polvo más en la estación, como “aperitivo” de llegada. Para luego, mientras Isabelle estaba esos momentos en la toilette, aprovechar para subirse a un taxi que le llevaría a la casa de otra de sus francesitas, sita en el bohemio barrio de Batignolles, al oeste de Montmartre, un lugar con aspecto de aldea en el que se respira un ambiente artístico y cosmopolita.

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