Cuando la noche se cernía sobre el cementerio de Santa María ella pudo vislumbrar un pequeño halo de luz sobre la sombras de las tumbas.

Se sentía húmeda, mojada, era una noche de agosto donde los termómetros alcanzaban el 70 por ciento de humedad, esas noches de verano que es difícil conciliar el sueño.

Ella recordaba como de pequeña acompañaba a su padre a visitar la tumba de su madre. El lugar le era conocido por esas visitas cada día 11 de cada mes durante largos y penosos años. Apenas recordaba a su madre, tenía vagos recuerdos, ya que murió siendo ella una niña de escasamente 6 años. No sabía porque tenía ahora esos recuerdos de su madre y de su  prematuro triste final.

 Intento un último esfuerzo para salir del hoyo profundo donde se encontraba. Pero había mucha tierra pegada a su cuerpo, con ese último impulso consiguió sacar la cabeza y ver el exterior, allí estaban esos zapatos negros relucientes eran de él. Del hombre que la había arrastrado hasta este lugar. Empezaron a resurgir  en su memoria trazos de breves imágenes  de forcejeo, golpes, gritos y fue cuando pudo observar que la humedad no era de la tierra mojada, sino de su propia sangre.

Alzo la mirada y noto un fuerte golpe en su cabeza, sintió un profundo dolor y todo se oscureció. Sentía como la tierra caía sobre su cuerpo, el polvo que desprendía no la dejaba respirar.  La tierra la estaba asfixiando, pero no tenía fuerzas para moverse, para luchar solo pudo sentir miedo, angustia. Poco a poco el peso de la tierra fue cubriendo su cuerpo dejando en su último aliento un grito ahogado por la tierra dentro de su boca pudo sollozar, MAMA.

Después de enterrarla siguió con su vida. Él era un tipo normal, con un trabajo normal, era el vecino que todas las mañanas saludamos cuando vamos a comprar el pan. Ese señor con buenos modales es un depredador, un asesino que vive cerca de nuestro hogar y que esta entre nosotros.

Acerca del autor de la publicación

Joana Andreu

COLABORADORA| SOCIAL

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