Carmen se despertó, miró al cielo por la ventana de aquel piso de Blanes en el que vivían hace ya 5 años con su pareja y su hija de 17 años, y quiso adivinar qué hora era.

No fue capaz de hacer un solo movimiento para coger el móvil que estaba en su mesita de noche. Estuvo un buen rato pensando, meditando sobre la vida y el motivo real de esta, mientras repasaba con la mirada lo que había en su habitación: el micrófono que la conectó con su don y la acompañó en los momentos más especiales de su vida, el cuadro de su niña en la pared frente a su cama, que le hacía recordar lo inmenso que puede ser el amor, su ropa, sus pelucas intentando ocultar la realidad… —¿Por qué estamos aquí? —se preguntó, y su mente divagó varios minutos por mundos, hasta ese entonces, desconocidos para ella.

En ese preciso instante, en el que ya nada ni nadie le impedía partir, le cayó la última ficha, la que le hizo comprender todo lo que hasta el momento no se había detenido a interpretar de la vida.

El tiempo parecía no correr, no como en esos días de trabajo intenso que iniciaban a las 7 de la mañana, hora en la que sonaba el despertador para ir a trabajar y acababan a las 12 de la noche, cuando ya los párpados no aguantaban ni un solo minuto más el peso del día.

Dulce, su hija, la miraba con los ojos llorosos, disimulando la caída de cada una de sus lágrimas con las mangas de su jersey rosa de punto, último regalo de reyes de su padrastro Adrián.

—Hija, estás preciosa —le dijo Carmen. Los rayos de sol que entraban por la ventana la hacían verse más espectacular que lo normal, era una chica muy bella, pero esa mañana se encontraba brillante. A pesar de la tristeza, su belleza se encontraba intacta.

—Gracias mamá, te lo debo a ti, no hay mujer más bella que tú —le contestó Dulce, besándole las manos. —Adrián está por llegar, haré una sopa de arroz con caldito de pollo, algo livianito para ti, mamá, te sentará bien —le dijo con una tierna sonrisa y se dirigió a la cocina.

—Gracias mi amor, no veo la hora de poder incorporarme y salir a dar uno de esos paseos de fin de semana que tanto nos gustaban, hija —le dijo Carmen, subiendo un poco la voz para que la oyera desde la cocina.

—Mamá, no hables en pasado, aún nos gustan, ¿No es cierto?

—Tienes razón Dul, ya pierdo la noción del tiempo y a veces hasta ya no me siento parte del aquí ni del ahora —

Carmen llevaba 2 años luchando contra esa maldita enfermedad que la comía por dentro. Se sentía descolocada y cada vez más fuera del sistema de cosas, como llamaba ella a la rutina del espacio-tiempo. Ese tiempo enfrascado en cristal, plástico, metal o el material que sea que utilizaran para fabricar cada uno de esos artefactos tan horribles, con sus manecillas de diferente tamaño, indicando (de manera cuasi exacta) cada latido, sin perder tras un solo tic, tac, la oportunidad de recordarle que todo tiene un tiempo y un fin y que para que la sangre deje de correr solo hace falta un tic y para que nuestras células dejen de recibir oxígeno, solo hace falta un tac.

Todo se vuelve oscuro y luego muy luminoso, dicen, el dichoso túnel, la luz al final del mismo… el consuelo de quien está diciendo adiós a todo eso que tanto nos ata, porque a veces somos como máquinas que obedecen órdenes, códigos binarios como sacados de ordenadores gigantes que dominan nuestra existencia.

Media hora después, cuando la sopa estaba casi lista y tras una pequeña siesta, Carmen volvió a abrir los ojos…

—Aún estoy aquí —murmuró Carmen —Si no fuera porque las personas que amamos se quedan aquí, nos iríamos sin pena alguna.

—¡Mamá no digas eso, por favor! —gritó Dul indignada desde la cocina, luego se secó las lágrimas que habían brotado de sus ojos y se dirigió a la habitación dónde estaba su madre.

—Hija, prométeme que vivirás el momento y estarás presente con todo tu corazón, sin aferrarte demasiado a esos contratos ficticios que la vida de hoy nos impone —le pidió Carmen a Dul, mientras ella la miraba fijamente sin poder pronunciar palabra — Prométemelo por favor, mi cielo —insistió Carmen, aún recostada en su cama, con dos almohadones que la elevaban un poco para evitar que el reflujo fuera mayor.

—Te lo prometo, mamá —dijo Dul, con los ojos vidriosos, y le acercó un platito de sopa en una colorida bandeja de magnolias que utilizaba su abuela antes de morir. Carmen arrimó la nariz al plato e hizo un gesto como de asco

—Mamá, no cocino tan mal, dijo Dulce.

—Hija, cocinas riquísimo, pero es que no puedo pegar bocado —su organismo no aceptaba ya nada más. Estuvo 2 horas con dos cucharaditas de sopa que apenas pudo tragar, quedando el plato casi intacto en la bandeja, luego se quedó dormida y Dulce decidió cerrar la cortina y retirarle la comida. —Quizá más tarde lo quiera, pensó — cosa que no ocurrió durante los dos días siguientes, por lo que decidieron llevársela al hospital.

La mente de Carmen no paraba de maquinar, más allá de su debilidad, su mente seguía trabajando con total lucidez. Soñó que una voz le decía —puedes descansar, no te sientas atada a nosotros, te dejamos libre para que seas feliz. — Nos volveremos a ver muy pronto, te lo prometo cariño.

En el momento de aquel sueño, ella ya se encontraba en la habitación 409 del hospital comarcal de la Selva, en Girona. La voz que le decía que descansara era la de su hermana, aunque eso no era exactamente lo que deseaba escuchar. Ella no quería irse, quería una oportunidad más para vivir a pleno, sin tantas obligaciones y contratos que al final de la vida no le servirían de nada, como lo estaba comprobando. Los médicos entraban cada tanto a cambiarle el suero que le habían puesto para suplir los nutrientes que no estaba ingiriendo.

El ruido de las máquinas que la mantenían con vida, era aún peor que el de los relojes que la habían acompañado toda la vida. Lo que la consolaba era la música, algo que muchas veces la salvó de ese infierno de responsabilidades, esa que salía de su garganta y emitía notas que la conectaban con las raíces más ondas de la tierra. Su pasión más grande y su anhelo mayor, cantar hasta el último día sin importar ya el tiempo, ni el espacio.

Adrián y Dulce sabían que además del amor por ellos, la música había colmado su alma y era la única manera de que partiese en paz. Por lo que hicieron sonar en el móvil de ella su canción preferida, esa que le transportaba a sus años de juventud y frescura. «Azul, porque este amor es azul como el mar azul» —cantaron con dulzura para ella durante varios minutos, hasta que su respiración empezó a menguar. Ella balbuceó algo, y de pronto, cerró los ojos lentamente, luego su pecho dejó de inflarse, al igual que su diafragma…

—Adiós mamá, vuela como un ángel, como lo que siempre has sido y serás para mí

—Adiós cariño, te amo y te amaré por siempre.

Fueron las últimas palabras de Dulce y Adrián hacia Carmen, antes de su partida al otro mundo.

Su corazón dejó de latir, pero su alma voló al fin hacia la libertad, a ese lugar en donde ya no existe el tiempo y tan solo el amor lo cubre todo.

Nunca se había sentido más feliz y completa que aquel día, donde experimentaba el principio del fin del tiempo, un regalo que inconscientemente todos anhelamos alcanzar.

2 pensamientos sobre “El principio del fin del tiempo

Deja un comentario

Abrir chat
1
¿Cual es tu información o denuncia?
GRUPO PERIÓDICO DE BALEARES, tan pronto nos resulte posible, será atendido, gracias.